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"Un elefante irrumpe en una juguetería y desata el caos en Madrid"

La Navidad es bastante inusual, tarda dos meses en llegar y se disipa de un día para otro. El lunes por la mañana estábamos recolectando las mondas de las naranjas que habíamos dejado para los camellos, y hoy apenas recordamos qué era aquella figurita amorfa que nos tocó en el roscón. Ya comenzamos a dudar si continuar felicitando el nuevo año, y apenas han transcurrido nueve días. A nadie le sorprende que el 15 de diciembre los adornos navideños inunden las calles y nuestras mentes; quien dice 15 de diciembre, dice 1 de noviembre, ya que tras el terror de Halloween llega el terror navideño, y el turrón aparece antes, por supuesto. Pero solo tres días después de Reyes, a nadie se le ocurriría pasear con astas de reno por la Gran Vía.

Que la Navidad es rara se confirma cuando tienes que explicarle a alguien algunas de esas tradiciones patrias: la locura por la lotería y las uvas se llevan la palma. Pero para rara, extraterrestre casi, cómo se siente una si por casualidad/necesidad/curiosidad pasa un rato en una zona de juguetes de un gran almacén a tres días de que lleguen los Reyes. Si es de primero de madrileñismo no pisar el centro de la ciudad desde el puente de diciembre hasta el 7 de enero; eso debería, como mínimo, restar puntos en el carnet de madrileña.

Pues ahí estaba yo rodeada de gente, niños incluidos. Siempre me he preguntado qué explicación se le da a los pequeños sobre ese guirigay, la que oí in situ hacía más agua que el barco pirata de Playmovil en el pantano de San Juan. “La abuela está echando la carta a los Reyes Magos”, le decía un señor a una niña mientras, aparentemente, esperaban en una zona un poco menos aglomerada, la de los peluches clásicos: ositos, ovejitas, cerditos, perritos de todas las razas.